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CRITICAS COMENTARIOS RESEÑAS 

Los artilugios ‘inútiles’ de Ms. K
Por Juan Manuel Pombo

“Donde hay naturaleza hay artificio” dicen que decía Gian Lorenzo Bernini, arquitecto “de la Roma barroca de los Papas” como señala Antonio Caballero en una vieja columna culta y lúcida donde agrega que, tratándose de la cuidad eterna, Gian Lorenzo de alguna manera lo concibió todo: “...las trescientas fuentes de surtidores clamorosos, las mil iglesias de fachada reverberante, las legiones de ángeles y arcángeles que se disputan a codazos dinteles y cornisas... el fuego real en la platea de los teatros, un lago de verdad (un día al año) en la Piazza Navona... y hasta las trattorias del Trastevere, para las cuales soñó sin duda la decoración [actual] de botellitas de chianti y bombillitas de colores...”. Allí mismo cuenta también que, para lograr el asombro, Bernini “no desdeñó ningún medio: las complejidades de la hidráulica, las ilusiones ópticas, los fuegos artificiales” y que la reina Cristina de Suecia se convirtió al catolicismo tras contemplar extasiada una de sus fuentes escupiendo agua ad infinitum sorprendida de que ésta funcionara siempre sin que nadie, nunca, abriera ni cerrara nada. Y es que, como concluye Caballero, para eso eran las máquinas del barroco, para convertir protestantes renegados a punta de milagros: con mármol, lienzos, agua, luz o... pólvora, si era menester.

Ahora bien, casi quinientos años después, la voluntariosa ruptura radical con el pasado en la que se empeñó el arte occidental, sobre todo tras esas dos sangrías inconmensurables (y tan europeas) que fueron la primera y segunda guerras mundiales, la susodicha voluntad de ruptura, repito, devino en un narcisismo adolescente y desencantado en el que, con tal de ser original, la pereza y el facilismo oportunista y efectista ocuparon lo que durante siglos había sido lento aprendizaje, trabajo en serio y observación precisa de natura con el propósito de subrayar nuestra humana voluntad de prevalecer a pesar de todo. Entonces, el pop hizo ¡pop! y cualquiera podía convertirse en Andy Warhol... o hacer una instalación.

Hace pocos años, en el Instituto de Arte Contemporáneo en Londres, una artista con todos los galardones de su oficio, fascinó y escandalizó por igual ese villorrio que en el fondo nunca dejan de ser aún las más cosmopolitas de las ciudades, con una obviedad descomunal e inútil: ‘instaló’ una caneca transparente en acrílico, de tres pisos de altura, llena de desechos orgánicos en lenta y colorida descomposición: varias veces al día la acumulación de gases de materia en putrefacción formaba una enorme burbuja que iniciaba lenta pero desesperada búsqueda de escape a medida que se iba fragmentando camino arriba hasta morir con sutil pero fétida explosión. La pestilencia fue tal, que las autoridades terminaron por desalojar el monumento al pedo, el monumento a la verdad sobresabida, a la tautología, a Perogrullo.

Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa; recuerdo que esto no es un pipa, como advertía con socarrona inteligencia Magritte y entonces, de pie, frente a los guantes animados de Krohne, ese par de guantes que se buscan, que se repelen, que se acarician, que se maltratan, que se ignoran, que se piden perdón y que de pronto hasta sueltan una carcajada al unísono gracias a las perturbaciones azarosas del aire provocadas por el movimiento ondulatorio de un par de paletas a su vez impulsadas por la energía mecánica que genera un motor eléctrico en la base de la instalación en acrílico, entonces, repito, me pregunto frente a ellos en medio de sus antropomórficas gesticulaciones: ¿Qué son ese par de guantes, qué hacen? ¿Una parodia? ¿Un teatro del mundo? ¿Un artilugio de ingenio? ¿Un espejo? ¿Un milagro? ¿Un laboratorio de aerodinámica? ¿Una obra de arte?

Palabras más, palabras menos, Krohne contesta que siempre le produjeron curiosidad “las máquinas, los electrodomésticos”, que un día resolvió inventariar todos los que tenía en su casa, tanto los que usaba a diario como que los permanecían guardados y los catalogó por sus mecanismos de operación, el ruido que hacían, el elemento con el que trabajaban (aire, agua, electricidad, fuego), las piezas que los componían (no sin serio detrimento para más de uno de ellos), hasta que un buen día optó por “conseguir las diferentes piezas que necesitaba y proceder a ensamblar máquinas que me produjeran conocimiento... que revelaran por qué las cosas funcionan como funcionan ...y las llamé maquinas inútiles...”.

Cosa que me recuerda, so riesgo de caer en odioso name dropping, que Da Vinci ofreció sus servicios a Ludovico Sforza “...como ingeniero militar, como arquitecto, como mecánico, como inventor y, sólo en último caso, y si era indispensable, como pintor” (de nuevo Antonio Caballero). Y traigo a cuento la anécdota porque se me ocurre que, para un inventor o técnico a secas, un aparato funciona o  no dependiendo de que la licuadora licue, la lavadora lave, la tostadora tueste, el esmeril esmerile, pero en el caso de Ms. K., además de licuar, lavar, tostar y esmerilar, los artefactos deben hablar, hablarnos, como dicen que Miguel Ángel le pidió con un martillazo en la rodilla a su iracundo Moisés una vez terminado.




Silvia Krohne en la Tadeo
Por Carlos Eduardo Sanabria

Como su nombre mismo lo dice, el monotipo nos pone de manera repentina ante una imagen que nos interpela como una huella o una traza única. Pero también parece ser cierto que su calidad de imagen, surge por la impresión de una matriz entintada o coloreada sobre la superficie, nos enfrenta al hecho de ser un instante irrepetible producido por un proceso, por una acción, por una factura. Así, las huellas instantáneas e irrepetibles traen consigo la doble característica de lo repentino y de lo premeditado.

Reconocemos en estas huellas características que nos traen al mundo de nuestra familiaridad: la marca sobre el papel, el soporte y del óleo, reminiscencias de laberintos, señales de los elementos primigenios, signos de la búsqueda de la medida. Si pretendemos que las obras surtan su efecto, sería dar un rodeo buscar en los sentidos habituales del color azul y asignar una lectura de signos a las letras, los números y las figuras geométricas. Quizá sea preferible atender con ojos nuevos a las trasparencias del azul, a las esporádicas trazas del pigmento que revela la huella del movimiento de encuentro entre la matriz y el papel, y a la búsqueda laberíntica de una medida, de un nuevo modulor, más allá de toda proporción previamente asignada.

La misma contratensionalidad que encontramos entre la transparencia del color y las marcas del pigmento, parece insinuarse en la inquietante tensión, por un lado, los signos de medida contenidos en palabras, figuras geométricas simples y cifras, y, por otro lado, el camino de las líneas y de los trazos en su búsqueda de la medida. Dar medida a nuestra búsqueda de sentido, a nuestra estancia entre los elementos primigenios, a nuestro ser signos, a nuestra continua experiencia de lo espontáneo y lo habitual.

Como lo señala Martin Heideggerg al referirse a sus reflexiones sobre la poesía de Hölderlin, quizá el  trabajo definitivo de la interpretación de una obra sea intentar hacerse superflua a sí misma, para dejar que lo enigmático de la obra nos interpele y asombre. Así, estas palabras sólo buscan propiciar en la propuesta de Silvia Krohne, el encuentro entre lo repentino del monotipo y la elaborada factura del proceso, entre lo etéreo del color y la presencia de la huella del pigmento, entre la confianza de los signos habituales y el intento de hacer medida.

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